Cada vez queda más obvia la responsabilidad directa de Repsol y de que el derrame es consecuencia de negligencia pura. Los argumentos para dar a entender que el evento fue causado por la erupción de Tonga son patrañas . Las investigaciones lo demostrarán. Ahora solo nos queda la frustración y el deseo de justicia. Pero cuando el ofensor niega responsabilidad y negligencia, las multas y compensaciones pueden demorar años. Quizá la mejor redención sea –al menos– ir a otro grifo.

Aunque es enternecedor ver las buenas intenciones y sensibilidad de la población, es bueno poner este desastre en su contexto. Sin desmerecer su gravedad, este derrame está lejos de ser el peor desastre ambiental de la historia del Perú, y tampoco para el mar. La debacle de la anchoveta durante el gobierno del general Velasco –de la que aún no nos recuperamos–, las más de 200 mil hectáreas deforestadas en la Amazonia en el 2020, o la minería ilegal que envenena los ríos y a las madres amazónicas, son otros desastres que –al no estar visibles para los limeños– no incitan una reacción comparable. Se rescatarán algunas aves impregnadas, se recogerá el crudo de la arena, pero la mayor parte la harán las bacterias porque el petróleo es, al final de cuentas, biodegradable y orgánico en su mayor parte. Pero por más resiliente que la naturaleza sea, la seguimos empujando hasta sus límites. No aprendemos del actual cambio climático, la extinción de especies o de la misma pandemia.

En este momento es oportuno pensar en qué se necesita para evitar que estos eventos se repitan o se vuelvan crónicos, como en el Golfo de California. Recordemos que otras áreas frágiles como Paracas y la aún pendiente Reserva Mar Tropical de Grau están próximas a operaciones con hidrocarburos. He consultado con expertos en seguridad de otras compañías petroleras que estiman que el derrame ha durado varias horas sin ser atendido. Que Repsol en sus 26 años de concesionario, y experiencia de descargo de millones de barriles a La Pampilla, no haya sabido responder de inmediato es incomprensible.

Los procedimientos preventivos y de reacción en caso de accidentes tienen que ser continuamente probados y revisados, y la tecnología debe ser de punta. Y para ello, hay entidades estatales encargadas de la fiscalización ambiental preventiva de las operaciones extractivas, principalmente aquellas de alto riesgo. Los ministerios de Energía y Minas, y del Ambiente –cada una dentro de sus responsabilidades– son los que tienen que prevenir que no haya más negligencias de este tipo, sea de compañías nacionales, privadas o extranjeras. Para este caso, el Osinergmin –y otros– tendrán que responder. Para algo se hacen simulacros de terremotos e incendios, o se cierran establecimientos por no ser adecuados en términos de seguridad e higiene.

A mi parecer se hace innecesario pensar en nuevas leyes o instituciones. Quizá se puedan afinar detalles, además de excluir operaciones en las zonas ecológicas y socialmente más frágiles, pero en general tenemos lo que en teoría se necesita. Lo que falta es que las compañías sean responsables y que instituciones de control preventivo nos lo aseguren. Y nosotros, como sociedad, debemos ser más que meros espectadores, en particular con este gobierno que no inspira confianza. Tenemos que apoyar el rol de watchdog que realizan las organizaciones de investigación, de las ONG y en particular del periodismo de investigación, acompañados de la transparencia y fácil acceso a la información.

Finalmente, aunque debemos apuntar y exigir el aumento gradual de la cuota de las fuentes de energías renovables (que lamentablemente sigue siendo ínfimo), debemos ser realistas de que ese proceso va a demorar décadas. Mientras tanto, el Perú, como todo otro país que tenga hidrocarburos en su territorio lo seguirá explotando, como lo hacen cuantiosamente Noruega, Estados Unidos o Colombia, a pesar de sus respectivas retóricas ambientalistas. Solo nos queda ver cómo podemos convivir con los hidrocarburos, pero sin más Ventanillas.


Foto: Andina